El automóvil –objeto funcional por excelencia del siglo XX y símbolo persistente de movilidad, estatus y pertenencia– se convierte en el escenario íntimo de un gesto profundamente humano: el de rodearse de objetos significativos. A través de tomas frontales, casi documentales, esta serie se enfoca en los colgantes que penden de los espejos retrovisores de los autos (o bien se encuentran apoyados sobre el tablero), objetos que, lejos de ser meros adornos, operan como amuletos, relicarios, ofrendas personales.
Peluches, zapatitos de bebé, estampitas, rosarios, banderas, llaveros y fotografías cuelgan como talismanes frente al parabrisas, enfrentando el camino, protegiendo y acompañando. Cada imagen abre una puerta hacia una narrativa invisible pero latente: la del amor por un hijo, la fe como resguardo, la memoria de alguien que no está, o la afirmación de una identidad. Son pequeños altares móviles, desplazándose por la ciudad, encapsulados en la cápsula de lo cotidiano.
La cámara, al centrarse en estos objetos y excluir el rostro del conductor, deja que el espectador imagine o intuya la historia detrás del objeto. El auto, espacio privado en lo público, se revela así como un territorio afectivo, un escenario de lo doméstico trasladado al tránsito urbano.
Esta serie propone una arqueología afectiva del presente: un inventario de símbolos emocionales, una cartografía de creencias y afectos suspendidos en la vibración del movimiento. Nos recuerda que incluso en los trayectos más rutinarios las personas llevan consigo mucho más que su cuerpo: llevan sus miedos, sus deseos, sus amores, sus memorias.